La Benefactora

Novela de Liliana Alemán

Fragmento

Por fin la policía se había atrevido con La Colmena: hasta la mañana del 6 de junio de 1969, ningún mortal que valorase un poco su vida, había amagado con cruzar la línea que separaba a la gente corriente de aquel perímetro que separaba a la gente corriente de aque perímetro reticulado por casuchas y basurales. Pero alguien les había avisado que en La Colmena, unos niños llevaban ya varios días encerrados dentro de su casa, muertos de hambre, de frío, sin saber qué hacer en la oscuridad desde que la tormenta había volado los cables de los techos.
Con los oficiales ahí, dando vueltas mientras me ponía los jeans, traté de imaginar qué sería de nosotros dos. Mejor dicho, quise hacerme a la idea de que ya nada sería peor. Me parecía que todo lo había pasado y que lo recordaría con nitidez, consciente, de que ni la voluntad ni el tiempo alcanzarían para borrarme tal impresión, jamás.
Tres días antes, yo había oído entresueños el fatal sonido del cerrojo y el de una voz que se alejaba. Poseído por el sentimiento de haber despertado para siempre y confuso por el acto en sí, me lentanté de la cama.
Descalzo sobre la losa helada, corrí hacia la puerta, pero no se abría...Entonces era cierto cuando en el sueño ella nos encerraba...Desde la claraboya la vi a ella que se iba con él. La vi alejarse con el tapado gris plomo y los zapatos altos de charol. Vi como el brazo del hombre le rodeaba la cintura mientras el bolso a cuadros se balanceaba en la manode ella. Y cuando ella y el hombre estaban por doblar en dirección a la ruta, la llamé con todas mis fuerzas, hasta que no ude más, hasta que los ruegos y los por favores me vaciaron la garganta...
Los mayores eran así porque para eso eran mayores. Había oído casos en que un buen día se marchaban sin despedirse y mucho menos sin decir adónde se iban. Al diablo con ella; con la maldita, con la desgraciada, con que tanto había amado hasta entonces... De ahí en más, sólo me quedaría de ella su última imagen a través de la claraboya sucia. En medio del estupor, aquella mañana supe que sólo la recordaría por ese flash que fue su partida. O mejor, no la recordaría, porque el olvido, tomado como un acto involuntario, como un ejercicio nocturno antes de dormirme, funcionaría para matarla en el recuerdo. Incluso durante los sueños...Y durante la vigilia...Lo lograría, casi seguro que sí, pero mi hermana, la pequeña Irma de apenas ochos años, ¿también lo lograría?
Ya nada ni nadie existía en la tierra desde ese momento, excepto la pequeña Irma. La única persona cercana. Pensaba en cosas así, cuando al alejarme de la claraboya miré a mi hermana, que estaba sentada en la cama como si no se diera cuenta de la situación. Al rato ella tomó unas revistas que tenía entre las frazadas y comaenzó a recortar las páginas. Cortaba fotos de actrices y las apoyaba sobra la cama en hilera. Pasó horas haciendo lo mismo. La montaña de recortes a su alrededor le daba una apariencia irreal. Durante tres días y tres noches, la pequeña Irma no había salida de la cama, tampoco había querido comer (sólo de vez en cuando, casi distraída, aceptaba el té azucarado que yo le ponía en la boca con una cuchara), ni dormir. Me despertaba para contarme que las mismas ratas que ella había visto al regresar de la escuela, ahora se le habían metido en los sueños. La pequeña Irma, sentada en la cama, repetía:
--Volverán otra vez, yo sé que volverán...
No volverá. Yo estaba segurísimo de que no. Yo sabía que ella nos había dejado de querer. El amor era finito, el amor de mujer ocupaba demasiado espacio y por eso nosotros ya no le entrábamos en el cuerpo. Ella había dejado de querernos desde que ese hombre llegó a la casa. Aunque el tipo la maltratara, ella igual lo quería... Eso lo pensaba por todas las noches en que la había oído gemir. Más de una vez, yo había sentido ganas de ir en su ayuda, lo hubiese hecho, de buena gana, lo habría matado al degenerado, con mis propias manos, sí...si de verdad la hacía sufrir; sólo que ella poco después empezaba a reírse con desparpajo y otras tantas lloraba pero nunca de dolor.
Mejor, de qué hubiese valido ensuciarse las manos, ella era como era y de no haber sido ese hombre, habría sido otro. Además, la pequeña Irma y yo le resultábamos un estorbo. Sobre todo mi hermana con su manía de meterse en la cama de los mayores. El tipo se ponía furioso, ella le daba la razón, y a nosotros nos trataba de guanacos, de inútiles, de hijos-de-puta por arruinarles la vida. Yo pensaba: "Para qué nos tuviste, mujer..." Desde muy niño yo lo pensaba, siempre mordiéndome la lengua para no decírselo.
La última madrugada en La Colmena me despté por una pesadilla. Estuve un largo rato sentado en el borde de la cama, preguntándome qué iría a ser de nosotros: tres días encerrados sin que nadie viniese a sacarnos de allí. ¿Dónde estaba la gente? Todos escondidos por miedo a qué. Entonces pensé que si no había nadie del otro lado de la puerta, yo tendría que hacer algo. Desde la cama observé la claraboya que se reflejaba como un círculo mal iluminado en la pared. Calculé que mi cuerpo, si rompía el vidrio, pasaría perfectamente por entre los hierros, después saltaría y la calle de tierra amortiguaría el golpe.
Entre las siete y treinta y las ocho de la mañan nos despertó el barullo de la sirena y los martillazos de los oficiales para romper la cerradura. de pronto un sol pálido otoñal inundó el cuarto y los hombres uniformados ingresaron a la vivienda. sin demorar, salté de la cama y empecé a calzarme los jeans. Me vestía con tanta rapidez que ni me había dado cuenta de que la pequeña Irma continuaba dentro de la cama, tapada por los recortes de las revistas, mirand hacia el techo.
Largo rato después nos llevaron a la comisería. En una oficina pequeña, aislada del movimiento que caracteriza a ese tipo de lugares, nos atendió una mujer llamada Marta Expósito. Ella tenía un trato impersonal, como si nos estuviera observando a través de un microscopio. Lo primero que dijo fue que se encargaría de nosotros. Después hizo un largo cuestionario pero la pequeña Miranda se negaba a responder, entonces hablé yo. Esa misma noche dormimos en una Institución, en el Hogar, una casa que para nada es parecía a la nuestra, ni a ninguna de las que había conocido en La Colmena, aunque ambas estuviesen repletas de chicos.





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La Benefactora podría situarse cómodamente en el género melodramático: dos hermanitos huérfanos, criados en un asilo de niños expósitos, una mujer que adopta a uno de los hermanos, la inevitable separación de los chicos, una visitadora social y un par de amores incomprendidos. Los elementos que caracterizan al género saltan a flor de piel. Sin embargo, Liliana Alemán, con excepcional maestría, da una vuelta de tuerca a esos elementos. a partir de lo que podría ser un melodrama tradicional construye una nouvelle bella e inquietante. Ceferino Alegre (o Víctor, como le han impuesto que debe llamarse) se ocupa de narrar la historia de su vida, lo hace en un medio tono que va de la indiferencia al dolor, y siempre está marcado por la incomprensión y la soledad. Será difícil olvidar la voz de Ceferino Alegre, su historia, como es difícil abandonar la lectura de "La Benefactora" una vez que entramos en su primer capítulo.

----------------------------------------------Vicente Battista

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...La Benefactora, entonces, es un melodrama pero muy dignamente narrado(...) El Yo-femenino (de la autora) elige narrar desde un Yo-masculino (del narrador-protagonista), quizá por eso los mejores personajes de la novela son esas “señoritas” que rodean a Ceferino y que tan bien están retratadas, o bien esas mujeres desprejuiciadas que avanzan a los hombres, o bien esas escenas homoeróticas entre mujeres que tanto excitan a Ceferino...”


.------------------------------------Carlos Gazzera
.-------------------------------- ---Diario La Voz del Interior- -Córdoba

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